Néstor de Buen
Para quienes hemos llegado a ser mexicanos por propia voluntad y que además fuimos recibidos en el país gracias al general Cárdenas, hay decisiones políticas que no acabo de entender.
Cárdenas se caracterizó por aplicar la reforma agraria de manera definitiva. La expropiación petrolera, el 18 de marzo de 1938, fue evidentemente una manera de atender los reclamos del pueblo, incómodo hasta lo que más, por el hecho de que una de nuestras principales riquezas fuera administrada por empresas extranjeras, inglesas, holandesas y estadunidenses. Lo que fue notable es la oportunidad con que Cárdenas, de acuerdo con el general Mújica, ordenó la expropiación en un momento muy difícil para los interesados, que tenían encima la amenaza de guerra que no tardó en producirse, exactamente a partir del primero de septiembre de 1939, fecha en que fue declarada formalmente.
El tiempo demostró, en primer término, que Cárdenas dio cumplimiento al requisito de pagar a las empresas expropiadas y que en momentos de crisis económica, a las que estamos cada vez más acostumbrados, el petróleo fue el producto que nos permitió superar las dificultades mayores.
Todo parece indicar que el gobierno está considerando seriamente la posibilidad de volver a la inversión privada en el campo del petróleo, seguramente por las presiones que vienen del extranjero y que nacen de la ambición de dominar el mercado petrolero, ahora en crisis mayor gracias a los problemas que se están presentando en los países productores. Me temo que una decisión de esa naturaleza le quitaría al PAN las muy reducidas posibilidades de permanecer en el poder, porque el hecho de que el petróleo sea nuestro es uno de los motivos de verdadero orgullo del pueblo mexicano.
No se me escapa que Pemex no es un organismo confiable. Hace pocos días nos enteramos del robo que sufre en sus transmisiones del producto, extraídas con la mayor tranquilidad por gente que se mueve en ese terreno con enorme facilidad.
Pemex tiene, ciertamente, un muy serio problema. La existencia de un sindicato que representa todo menos a sus afiliados y que constituye un negocio en sí mismo, y no precisamente para sus socios; es un tema muy delicado y yo me pregunto si las supuestas empresas extranjeras soportarían a un personaje como el que padece el sindicato. Me temo que sí, ya que con una organización de esas características su dominio sobre los trabajadores sería absoluto. Aunque, a lo mejor, no tanto.
De la reforma agraria el presidente Salinas de Gortari, a quien yo le reconozco una inteligencia superior, la echó a perder al transformar la llamada propiedad ejidal; ajena en su origen y primer desarrollo a maniobras mercantiles, ha generado un mercado de terrenos agrícolas que pueden ser objeto de compraventa. No tengo información estadística, pero mucho me gustaría saber si los dueños actuales de los antiguos ejidos producen lo que México necesita como nunca. El caso del maíz es ejemplar. No hay otro producto más mexicano y que ocupe un lugar preferente en el consumo nacional. Sin embargo, en la situación actual el maíz ha sufrido alzas de precio que lo hacen casi imposible al alcance de los desgraciados salarios mínimos (cuando los hay). Y eso provoca carencias notables en la alimentación de nuestra población pobre, que es lamentablemente abundante. Sería el colmo que dependiéramos de la importación de maíz, si no es que eso ya está ocurriendo.
Lamento que el general Cárdenas no esté con nosotros. Por supuesto que está en la memoria, pero la memoria no interviene en la producción. En mi condición primaria de exiliado, Cárdenas constituye la referencia a lo mejor que ha hecho México durante un periodo presidencial.
Confieso, sin embargo, que cuando viajábamos hacia México, en el año 1940, después de haber sido rechazados en República Dominicana –donde gobernaba nada menos que Leónidas Trujillo, un notable dictador– y cambiamos de barco en Martinica, curiosamente a uno más pequeño que contradictoriamente se denominaba Saint Domingue, tuvimos noticias de que gracias al general Cárdenas nos dirigíamos a lo que las cartas de navegación denominaban Puerto México, pero que al ser documentados en nuestro lugar de destino, supimos que su nombre, imposible de pronunciar, era Coatzacoalcos.
Yo, en lo personal, tenía 14 años y dos guerras encima, y supuse por las noticias que México era un país democrático y anticlerical. Pero ya instalados en México oímos los rumores de que Almazán había realmente ganado las elecciones, lo que nunca creí, y ya en la Presidencia Manuel Ávila Camacho, el año 1941 se dedicó íntegramente a rendir honores a la Virgen de Guadalupe.
Confieso que me sentí incómodo. Tardé muchos años en entenderlo, pero nunca lo he podido asumir de verdad. Librepensador por tradición familiar y demócrata por vocación, con la Iglesia católica aliada con Franco, ciertamente no era fácil asimilar esos acontecimientos.
Aún no me acostumbro a ellos. La verdad es que ese no es el México con el que sueño.
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