Romero Deschamps y andanzas en Pemex

miércoles, 27 de marzo de 2013.
Es un hombre con varias vidas. Nació en Tamaulipas, migró a Guanajuato, se proyectó en el Distrito Federal y se refugió en Hidalgo
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sinembargo.mx

“¿Está don Joaquín?”, preguntó Carlos Romero Deschamps con su orgulloso vozarrón, endulzado para esa noche con el tono servil utilizado por quienes, de alguna manera, estaban cerca de La Quina; así fuera por teléfono, como era en ese instante.

–Ya se fue a dormir– respondió atento El Pollino, el hombre responsable de la seguridad de La Quina en la noche que se hacía madrugada el 10 de enero de 1989.
 –Bueno, no lo molestes. Déjalo, después le hablo.

Pero después no hubo llamada.

Después llegaron aviones militares de la Ciudad de México al aeropuerto de Tampico. Bajaron y siguieron directo a la casa de Joaquín Hernández Galicia. Avanzaron con bazucas por delante y derribaron la puerta.

Joaquín brincó de la cama. Caminó hacia la salida. Siguió con la seguridad de que no lo detendrían; estaba cierto –se lo había dicho días atrás a cercanos suyos– que lo matarían. Su guardia personal, una pequeña pero efectiva milicia, está toda detenida y bocabajo.

Hernández Galicia se equivocó. No moriría esa mañana. Sería capturado y llevado en vilo únicamente con los calzoncillos que vestía.

Salvador Barragán, líder nominal del Sindicato en ese momento, se refugió en la Confederación de Trabajadores de México con su líder, Fidel Velázquez.

Algunas versiones aseguran que Romero Deschamps se guareció en el mismo lugar; otras aducen que Chava despreciaba a Carlos, de quien nunca confió. Como fuera, los petroleros no pudieron permanecer juntos mucho tiempo más, porque Barragán sufrió un infarto en el corazón o algo cercano a esto y, principalmente, porque la CTM dejó de funcionarles como escondite.

Al inicio, Fidel apoyó a Joaquín. Pero metió reversa apenas supo qué tan duro había sido el manotazo de Carlos Salinas de Gortari sobre el escritorio.

Tan duro fue que el momento político sería conocido como El Quinazo y el término funcionaría para sintetizar cualquier ajuste de cuentas llevado por un Presidente hasta la cárcel. En justicia, ahora también existe como referencia El Elbazo.

–Chava, no hagas nada– aconsejó antes de cerrar la puerta Fidel Velázquez, espectador cercano de berrinches presidenciales durante el último medio siglo.

Pero esta rabieta y ejemplo, hecho por un hombre que quería presumir arrestos, no alcanzaría a Carlos Romero Deschamps.

Lejos, muy lejos, quedaban los días en que Romero se ganaba la vida como abonero en Tampico. O como tortero afuera de la Refinaría Ingeniero Antonio M. Amor en Salamanca. O como un sencillo trabajador petrolero cuyo sueño era conseguir su base laboral. O como chofer y tapadera de un ingeniero enamoradizo.

Antes de la expropiación petrolera de 1938, la única refinería en poder del gobierno mexicano era la llamada Bellavista, en las inmediaciones de Tampico.

El Presidente Manuel Ávila Camacho ordenó la construcción de la refinería en Salamanca por su cercanía intermedia con los dos mayores centros de consumo de combustible en el país, la Ciudad de México y Guadalajara.

En 1946 arribó la primera camada de trabajadores tamaulipecos y veracruzanos, principalmente. Salamanca quedó dividida en dos países opuestos por las vías del tren. De un lado, el pueblo agrícola y conservador. Del otro, el laberinto de fierros habitado por costeños que paliaron la melancolía del trópico sembrando palmeras en sus calles y plátanos en sus patios traseros.

Entre los primeros tamaulipecos en llegar o al menos de los primeros en destacar sindical y políticamente estuvo Víctor Deschamps, quien fundaría un feudo local bajo su nombre, una pequeña dinastía de alcaldes, diputados locales y federales. Las costumbres porteñas trasminaron el pueblo de El Bajío. Varias de sus cantinas mudaron precozmente a una vida de cervecerías y, cuando la cerveza era insuficiente, la borrachera se seguía con “aguarrás”, como ahí se le decía al ron Bacardí blanco, mezclado con Pepsi Cola. Romero Deschamps no tenía más opciones al principio. Los tiempos mejores traerían la ginebra fina.

También todos hacían negocios

Un obrero se amputaba intencionalmente un dedo y recibía una pensión millonaria. Un supervisor hacía triples turnos consecutivos desde El Varadero, una cervecería tamaulipeca a medio México. Una colonia de ingenieros vivía sin pagar un peso de agua, energía eléctrica, gasolina ni renta. Un líder gremial de tamaño mediano vendía plazas. Un gerente recibía camiones de tubos durante el día, los sacaba por la noche y los reingresaba a la semana siguiente etiquetados por otra empresa, esta de su propiedad.

Ese sería el mundo que regiría uno de los Deschamps, uno que soñaba el mayor de los sueños que puede soñar un petrolero: ser secretario general del Sindicato de los Trabajadores Petroleros de la República Mexicana. Porque ser secretario es mejor, mucho mejor, que ser un ejecutivo de traje en la dirigencia general de Pemex. Un director de Pemex lo es, máximo, por un sexenio y un líder sindical en México lo puede ser hasta que la muerte o el Presidente decidan otra cosa.

El padre de Carlos Romero, José, no fue petrolero, sino ferrocarrilero y, antes de esto, revolucionario. Carlos tuvo como primer trabajo, según la memoria de los viejos que lo precedieron en el camino a Guanajuato, como abonero en Tampico de donde salió en 1964 empujado por la ambición y perseguido por la pobreza. Rondaba los 22 años de edad.

Por alguna razón que a nadie queda clara, Víctor no cobijó de inmediato a su sobrino y Carlos debió vender tortas afuera de la puerta uno de la refinería. Luego trabajó como transitorio –un paria en la cosmovisión petrolera sin duda, fuera del paraíso–. Trabajó en la Gerencia de Proyectos y Construcción, una dependencia separada de la refinería que trabajaba con contratistas que sólo hacían construcción y a quienes les decían “pelones”, porque no cobraban el mismo sueldo que un obrero regular de Petróleos.

“Era buen compañero. Tenía sus ambiciones normales. Decía que cuando alcanzara la planta iría por la Secretaría de Trabajo o hasta la secretaría general de la Sección 24”, recuerda uno de sus compañeros de esos días.

Si hay algo que la vida no escatimó con Romero Deschamps eso es la suerte. Al poco tiempo de iniciar en la Gerencia se colocó como chofer de Ignacio Ramírez, un ingeniero con cargo directivo en la dependencia. Luego ya no sólo llevaba a Ramírez por aquí y allá en la camioneta Ford blanca con logotipos de la paraestatal, sino que recogía a sus hijos en la escuela, ayudaba con las compras a la mujer del ingeniero y, más importante que todo, llevaba y cubría a su jefe en los encuentros que éste tenía con una “querida”.

Ignacio Ramírez fue transferido a la Ciudad de México, sede de la Gerencia de Proyectos y Construcción, y se llevó con él a esposa, hijos y chofer, a quien otorgaron base al poco tiempo.
El oficialismo en la sección 35 postuló a un hombre que, además de obrero, integraba un trío musical llamado Los Aguilillas. El bando contrario postuló a Héctor El Chaparro Martínez, en cuya planilla vencedora aparecía El Güero Guacamaya  –apenas lo toca el sol y enrojece como si estuviera hecho con crestas de gallo.
Romero poseía una ventaja insuperable: le caía bien a La Quina. La simpatía estaba apoyada en que son paisanos y remachada, dicho por el propio Hernández Galicia, en que la lambisconería de Carlos resultaba inigualable. El Chaparro padecía un grave defecto: no soltaba la botella y un día despertó con una cruda infernal al final de un carnaval en Río de Janeiro. Cuando regresó a México, El Güero Guacamaya, con autorización de Hernández Galicia –por si fuera poco, Joaquín es abstemio– ya estaba sentado en su lugar. Desde entonces se le empezó a llamar traidor.

De acuerdo con uno de los ex líderes consultados, la detención de La Quina fue un plan elaborado por el propio Salinas, pero no desde su presidencia, sino desde el gobierno de Miguel de la Madrid.

El pleito entre Joaquín y Salinas inició desde que éste fungió como subsecretario de Programación y Presupuesto. En pleno ascenso vertical, el joven político impulsor de las privatizaciones había eliminado el flujo de dinero hacia el sindicato cada que la empresa pública hacía un contrato. En respuesta, el sindicato financió un libro que refería el asesinato cometido en casa de los Salinas durante la adolescencia de Carlos y Raúl.

Nomás cabía el odio

“Yo vi el plan, lo tuve en mis manos. Joaquín nos lo entregó con la intención de publicarlo, no como cosa del mismo sindicato, sino filtrado. Por una u otra razón no fuimos a la prensa”, dice el ex dirigente.

“De la Madrid no lo puso en marcha muy posiblemente por miedo. Ya sabían que controlando el Sindicato de Pemex controlarían a todos los demás. Unificamos todo el sistema alrededor de un líder que supo dar. Teníamos 130 tiendas de consumo en todo el país, más que cualquier cadena de autoservicio. Había ranchos ganaderos y agrícolas; fábricas de pinturas, muebles y zapatos. Era un Estado dentro del Estado, un gobierno dentro del gobierno”.

En la conciencia de su tamaño, los petroleros desenfundaron contra Salinas. “Usted no es nuestro candidato, pero vamos a votar por usted”, le dijeron en los días previos a la reñida –y luego cuestionada– elección de 1988. La realidad mostró que los petroleros cruzaron la boleta electoral por Cuauhtémoc Cárdenas, identificado desde el apellido con la mejor tradición nacionalista, particularmente en relación con el petróleo.

Tras la entrega de constancia de mayoría a Salinas, Hernández Galicia se mostró reacio en pactar un armisticio. La sola propuesta de los otros líderes del consejo general y de los seccionales le provocaba cólicos. “¡Vamos a ver de qué cuero salen más correas!”, se ufanaba La Quina.

El plan, en esto no existe discrepancia entre las fuentes consultadas, fue autorizado por Salinas de Gortari; operado por su secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, e instrumentado por el general Antonio Riviello Bazán, secretario de la Defensa Nacional. Todo fue posibilitado por Romero Deschamps a quien tocó tomar el teléfono de la red privada y averiguar que Joaquín estuviera en el sitio adecuado.

–¿Está don Joaquín?– preguntó Carlos Romero Deschamps. Y desde entonces es El Judas.
Y ocurrieron el Pemexgate y el Ferrari del hijo y los relojes de Carlos y el yate de Cancún y los departamentos en Miami y los viajes de la hija y los relojes Rolex y la salida del PRI de Los Pinos y el regreso del PRI a Los Pinos.

Ha pasado todo, menos el sueño del chofer que quiso ser rey.


2 Comentários:

Anónimo dijo...

que comentario tan mas exelente, una reseña digna de dialogo, conocer de donde proviene esta RATA DE 2 PATAS, Actualmente con comportamiento refinado rosandoce en la cupula del PODER, solo teniendo experiencia en vender al obrero, traicionar el principio de la lucha sindical, prestarce a ser utilizado a cuesta de la traicion. actualmente es un titere, porque a PAPA GOBIERNO asi le interesa, todo el gremio obrero sindical esta consiente que esta maniatado,o como bulgarmente se dice le pusieron manita de cochino y lo sabe aunque ande de fanfarron junto con sus hijos. lo malo es que al sindicato lo van a fracturar, por sus exesos,el sindicalizado justo, el que reconoce para que fue creado, porque se derramo sangre y respeta sus principios, pagara las consecuencias de estos sujetos TRAIDORES,RATEROS,sin principios ni escrupulos,MALANDROS que por asares del destino lograron incrustarse en donde nunca devieron haber llegado. pero ahi ESTAN.Cual ser humano digno de merecerse su lugar en el ESPACIO. OJALA LA HERENCIA, LA SEMILLA QUE SEMBRARON NUNCA LLEGUE A NECESITAR UN BASO DE AGUA.

Anónimo dijo...

Yo conozco a una persona que ha estado muy de cerca en todo el movimiento de Toledo por mas de 3 anos, y sabe mas que nadie toda la realidad de Toledo, del Guapillas del Faraon de todo y de todos, si esta persona hablara cuantas realidades y dudas se aclararian, solo es cuention de convenserla

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