Violencia y éxodo, libertad y dinero

sábado, 16 de octubre de 2010.

Abraham Nuncio| Proceso

La cultura occidental ha producido dos grandes ilusiones reales: una ha sido la de que todos los hombres son hijos de Dios; la otra es la de que la ley ampara por igual a todos los que se hallan bajo el manto de su jurisdicción. Igualdad y libertad prorrateadas.

El pequeño porcentaje de realidad del principio cristiano anidaba en las acciones de emancipación que empezaron a gotear al extenuarse el primer milenio. La rebelión de Espartaco sería una de las más memorables, pero tan excepcional como al cabo aplastada por el poderoso ejército romano. La ilusión por su parte se decuplicó en cada mínima conquista de libertad y condiciones de igualdad.

Hijos de Dios fueron, no obstante, los millones de esclavos que siguieron acompañando al principio hasta llegar al siglo XX, cuando los negros de Estados Unidos, para no seguir viajando por fuerza en los asientos traseros del autobús, debieron pagar con sangre una mayor cuota de igualdad y libertad que todavía les es escamoteada o negada. Y también: hijos de Dios son, en el siglo XXI, desde las mujeres de las que habla Lidya Cacho en su libro Esclavas del poder y los hombres cuyo infortunio nos cuenta Juan Bonilla en Los príncipes nubios, hasta los objetos deportivos vendidos y comprados en el mercado del futbol profesional. Para no hablar de esclavos tradicionales que los hay en numerosos puntos del planeta.

La libertad ofrecida por la igualdad ante la ley ha estado sujeta, desde hace más de dos siglos, al dinero de que cada quien dispone. A mayor dinero disponible, mayor libertad. Me remito a un botón de muestra: Nuevo León, México.

Después de la muerte de los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, la desesperación ha sido el signo de los empresarios regiomontanos. Una desesperación que se intensifica conforme los cadáveres de funcionarios empiezan a apilarse al lado del enorme montón de cadáveres de civiles inocentes y el cerro de delincuentes, policías y soldados muertos en una guerra cuyo sentido sólo pueden entender Felipe Calderón, sus secuaces y los políticos de Estados Unidos que se ocupan de la seguridad nacional de este país. Ahora piden en público tres batallones del Ejército mexicano; después que el gobierno del estado ofrezca resultados tangibles a sabiendas de que no puede concretarlos ni en lo fundamental le toca. En privado opinan con frecuencia que la única salida al estado de inseguridad prevaleciente es una dictadura militar y que, por de pronto, el gobernador Rodrigo Medina de la Cruz deje el puesto.

En cada una de las crisis que ha vivido el país, los empresarios de Monterrey-San Pedro salen del país con sus capitales por delante. Vieja práctica que ya apuntaba Alfonso Reyes a principios de los años 30: Yo sé bien que hay, entre nosotros, hombres representativos de intereses comunes que, al menor desconcierto de la cosa pública (¡y a tántos estamos expuestos!), echarían a andar su motor y, en pocas horas, se trasladarían a Laredo-Texas con armas y bagaje. Y es fuerza que esto no acontezca; es fuerza que nuestra morada no amenace a nadie con inútiles sobresaltos, y que, en el peor de los casos, el morador esté preparado para afrontar tempestades, con los recursos que le proporcionen su ética y su ciencia. Sólo la cultura política puede precavernos.

¿Le faltó cultura política a Alejandro Junco de la Vega, presidente del Grupo El Norte-Reforma, cuando decidió irse a vivir a Texas, argumentando ausencia de seguridad en Nuevo León o le dio la razón a su esposa cuándo ésta le preguntó si quería ser el periodista más importante del panteón? ¿Le sobra valor y razón a Lorenzo Zambrano, presidente y director general de Cemex, cuando acusa de cobardes a quienes se van de Monterrey, y no otros sino aquellos que más han recibido?

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